El día que la Ciudad de México desapareció bajo el agua

SELENE ALONZO ROMERO   21/09/2016

SELENE ALONZO ROMERO

"Esta ciudad no volverá a poblarse jamás", escribió Fray Gonzalo en septiembre de 1629, tras haber vivido la tormenta más impresionante en la historia de la Ciudad de México.

Otras tormentas ya habían azotado esta urbe desde 1555. En 1604 y en 1607 estuvieron presentes forzando a los vecinos a tomar medidas al respecto. Las obras hidráulicas más importantes de La Colonia se llevaron a cabo en este periodo, precisamente para evitar ser víctima de nuevas catástrofes.

Pero ni siquiera el reforzamiento de diques y calzadas, o la reconstrucción de un albarradón semejante al de Nezahualcóyotl, llamado el "albarradón de San Lázaro", evitó la funesta inundación de 1629.

El 20 de septiembre amaneció soleado, las actividades trascurrían normalmente, transeúntes iban y venían; con el paso de las horas el panorama meteorológico cambió completamente, aquel cielo azul deslumbrante se llenó de nubes grises que anunciaron una tormenta... ¡y qué tormenta!

Fueron 36 horas ininterrumpidas de lluvia incesante, alumbrada por el reflejo de los relámpagos, que golpearon la capital de la Nueva España, dejándola completamente inundada. De los 20 mil habitantes de la ciudad, solo se quedaron 400. 

El modelo de ciudad europea trajo consigo la deforestación y deterioro del Valle de México, respetado y perfectamente planeado por los Mexicas, causando un desequilibrio ambiental que desembocó en constantes inundaciones que deterioraron la ciudad durante años.

Los antiguos mexicanos lograron controlar las fuerzas del agua que rodeaba la urbe donde decidieron establecerse, a diferencia de los europeos, cuyas ciudades se desarrollaban sobre paisajes áridos y secos.

Aquel septiembre de 1629 llovió con tal ímpetu que las aguas del lago Zumpango, Xaltocán, San Cristóbal y Texcoco cayeron en cascada, hasta romper con el albarradón de San Lázaro.

El entonces ingeniero Enrico Martínez, maestro mayor del desagüe, ordenó cegar la entrada del canal de Huehuetoca, para evitar que se destruyeran las reparaciones que por orden del Virrey Rodrigo Pacheco y Osorio se llevaban a cabo, lo que empeoró las consecuencias.

El nivel del agua era tal que los pobladores que lograron sobrevivir debían de transportarse a través de canoas y lanchas; tras la tormenta construyeron puentes peatonales que utilizaban para cruzar de balcón en balcón.

Entre las aguas se podía distinguir una pequeña parte de la plaza de Tlatelolco y otra de la Plaza Mayor, que quedaron a salvo. "La isla de los perros" se le conoció al cuadro que formaron el Palacio Virreinal y La Catedral, donde cientos de canes encontraron un refugio ante la tormenta, pues también quedó seco.

Cuando la lluvia cesó, las campanadas de lo que fueran los templos de la ciudad repicaban lúgubremente enviando consuelo a una ciudad sumergida en los desechos.

La inundación que sufriera La Gran Tenochtitlan en 1629 fue considerada por muchos como una calamidad bíblica. “En balcones, en andamios colocados en las intersecciones de las calles y aun en los techos se levantaron altares para celebrar el santo sacrificio de la misa, que la gente oía desde azoteas y balcones, pero no con el respetuoso silencio de los templos, sino con lágrimas, sollozos y lamentos, que era un espectáculo verdaderamente lastimoso”, escribió Francisco Javier Alegre.

Los estragos fueron terribles; cerráronse los templos, suspendieron sus trabajos los tribunales, arruinóse el comercio, comenzaron a desplomarse y a caer multitud de casas”, escribió al rey el arzobispo don Francisco Manzo y Zúñiga.

Cientos de docenas de cadáveres humanos sin distinción entre raza y abolengo flotaban en las aguas compartidas con cuerpos inertes de animales, restos de casas, comercios, árboles y carruajes que rozaban los balcones de las casas novohispanas.

Miles de españoles se mudaron a Puebla de los Ángeles, en un éxodo masivo que culminó en 30 mil indios muertos y tan sólo 400 familias españolas en la urbe virreinal, relató el arzobispo al rey, sin duda era una catástrofe que dejaría huella para siempre en una generación entera.

Tras esa 36 horas de intensa lluvia la ciudad quedó inundada durante cinco años. Cinco. 

Fue hasta 1634 que la desarticulada capital comenzó a retomar su ritmo de vida, que oscilaba entre el estilo de vida indígena y el europeo. La crisis fue devastadora y las pérdidas, cuantiosas.

Para algunos la tempestad significó un castigo divino a los excesos cometidos por los españoles, para los originarios, sin embargo, Tláloc derramó sus lagrimas de amargura sobre su capital mexica derrotada en 1521.

Campos de cultivo y granjas quedaron sepultadas bajo el agua, ocasionando una gran carestía y hambruna. Las infecciones y epidemias no se hicieron esperar, acabando con aquellos pocos que habían logrado sobrevivir a la inundación, sobretodo población indígena, cuyas endebles casas no sobrevivieron al paso del agua.

A pesar de que este sector fue el más afectado, sobre ellos cayó el peso de la reconstrucción de la Ciudad de México, que poco a poco llevó al restablecimiento de las actividades. Conservando sus puntos de referencia principales, como lo eran las seis calzadas que la cruzaban (Guadalupe, Tacuba, San Antón, La Piedad, Chapultepec y Santiago), sus tres plazas im portantes (Mayor, Volador, la del Marqués), así como La Alameda y dos acueductos que la surtían de agua potable, Chapultepec y Santa Fé.

La planta es quadrada, con tal orden, y concierto, que todas las calles quedaron parejas, anchas de á catorse vara, y tan iguales que por cualquiera calle se veen los confines d e ella; quedó de azequias en quadeo cercada con otras tres que atraviesan de Oriente a Poniente la Ciudad, para la comunicación del bastimento, que entre por canoas; los barrios, y arrabales de ella quedaron para la vivienda de los indios, con callejones angostos, y huertesillos de camellones con azequias, como los tenían en su gentilidad, donde siembran flores, y plantan sus arboledas.”, escribió el cronista Vetancurt en su Tratado sobre la Ciudad de México, visión de un criollo sobre su ciudad.

La terrible inundación hizo eco en la corona española, que ordenó abandonar la antigua Tenochtitlan, para edificar la nueva capital de la Nueva España entre las lomas de Tacuba y Tacubaya. Ni siquiera las ordenes del rey sirvieron a las autoridades virreinales, quienes rechazaron mover la capital a otro sitio que no fuese aquél señalado por el águila y la serpiente.

Si la mudáis en otra parte, la fama de tan gran ciudad irrevocablemente se perderá. La llanura que el contador nos pinta tan a propósito para la nueva ciudad, ¡cuánto dista del suelo de México! No en balde los aztecas la escogieron para fundar la cabecera de su reino. Temperamento sano, cielo de los más alegres y despejados, aun en medio de las lagunas que se observan en el Nuevo Mundo", explicó al rey uno de los antiguos regidores.

El gran problema de la ciudad desde siempre ha sido el agua. Las características geográficas de la capital mexicana, causan hasta nuestros días grandes estragos en la vida de sus habitantes, quienes se baten en las constantes irregularidades de terreno que provocan grandes inundaciones y catástrofes, debido a las tormentas.

sarr

Lo que pasa en la red

COMPARTE TU OPINIÓN