Crónica fotográfica del temblor de 1985

Información y fotos: Pablo Jato   19/09/2015

Crónica fotográfica del temblor de 1985

Crónica fotográfica del temblor de 1985

Información y fotos: Pablo Jato

En la mañana del jueves 19 de septiembre de 1985 tenía programado trabajar en el Estudio H de Televisa Chapultepec. Estaba preparándome para ir a trabajar cuando ocurrió el temblor.

Inmóvil, desde la puerta de mi casa, vi cómo se desmoronaba un edificio de cinco pisos. El polvo blanco de los derrumbes lo invadió todo en profundo silencio. Cuando se disipó un poco aquella niebla, salí a la calle y no podía creer lo que estaba viendo. De pronto, camiones llenos de soldados empezaron a circular a toda velocidad. Mi primera reacción fue tratar llamar a mi familia, pero no había teléfonos. Los pocos que servían tenían largas filas de gente desesperada por saber qué había sido de sus  seres queridos. Las piedras en las calles avisaban a los automóviles de que no podían pasar porque olía a gas. Cuando llegué a Televisa, tras un recorrido dantesco, vi que se había caído una de las antenas y faltaba el estudio H. El Cisne, restaurante de la empresa donde tenía pensado desayunar, también había quedado bajo los escombros. Me ofrecí de voluntario, pero Televisa ya tenía un grupo de militares y no nos dejaron ayudar. Regresé por mi cámara y saqué algunas fotos, pero las ganas de ayudar fueron más fuertes.

Estuve 18 días trabajando en varios lugares. Recuerdo a una persona frente a la Lotería Nacional, en lo que quedaba de unas oficinas de Gobernación, que nos repetía cada cinco minutos a los que estábamos sobre los escombros: “Si ven un cadáver, acuérdense de San Martín”. Tras unas horas dándole vueltas a la duda, le pregunté ¿por qué? Me contestó: “Yo me llamo San Martín, soy el encargado de los cadáveres”. Mi tarea fue bajar esos cadáveres en unas bolsas negras que apenas podíamos cargar entre cuatro y después meterlos en unos rudimentarios ataúdes de madera con una palada de cal, casi siempre en el turno de la noche. Los trabajos paraban de vez en cuando para tratar de escuchar la respuesta de algún posible superviviente. Nunca pudimos sacar a ninguno. Los rostros de los familiares que esperaban noticias afuera del edifico se nos echaban encima cuando terminábamos el turno de trabajo o salíamos al baño en el edificio de la Lotería Nacional. Nunca pude responder a la pregunta que todos hacían y la tristeza se añadía a la enorme decepción.

Después estuve en Tlatelolco. Éramos literalmente un ejército de voluntarios. Ahí estábamos, arriba de lo que quedaba de la torre, junto a voluntarios de varios países que traían máquinas capaces de cortar la varilla como si fuera hilo de coser. El cemento de los pilares lo podíamos romper con el filo de la pala, lo que probaba la mala calidad de los materiales de construcción; advertencia hecha por Mario Pani poco antes de la desgracia; pero nadie quiso escuchar. Me impresionó ver la montaña de recuerdos que se iban acumulando a los pies de un militar que los cuidaba. Álbumes de fotos, alcancías, objetos que en su día tuvieron algún valor para sus dueños. Para los voluntarios el transporte era gratuito, y yo lo aprovechaba para volver a casa, acompañado por el olor de aquellos escombros, de mis guantes y mi pala, porque cada quien tenía que llevar la suya. La gente me miraba de reojo y alguno me saludaba con un gesto.

Lo que viví en esos días, lo que vi, sentí, olí y escuché sigue clavado en lo más profundo de mi alma. Fueron tantas vivencias, tantas sensaciones, emociones, en tan poco tiempo, que tardaré una vida en asimilarlas.

Poco después supe que todo el staff del estudio H había fallecido.

 

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